Yo, en la cárcel de Martutene (I)

¿Dónde te enteraste tú de la muerte de Franco? Yo, en una celda de aislamiento de la prisión de Martutene. Pocas horas antes, la policía había intervenido de forma brutal la discoteca Ku de San Sebastián.

Los integrantes del grupo ‘Desde Santurce a Bilbao Blues Band» fuimos los últimos encarcelados en vida de Franco por un delito de opinión.

En esta historia vamos a intentar colocarnos mentalmente en el ambiente policial y carcelario del País Vasco en el momento cumbre de la dictadura franquista.


El aislamiento al que me refiero se correspondía con una norma sanitaria clásica de las cárceles españolas durante el siglo pasado y me imagino que desde siempre, porque las prisiones suelen ser un entorno muy conservador. Ese periodo sanitario duraba tres días y consistía en que los pasabas solo, totalmente aislado, en una de esas celdas sin patio ni paseo ni compañía alguna. La única forma de ver a otros era asomándote si podías a la ventanilla de la celda, y en aquellas era imposible, estaban demasiado altas, y el breve momento en que abrían la puerta para entregarte el desayuno, la comida o la cena.

Si a los tres días no te morías ni te daba fiebre, te pasaban al régimen normal, porque era de suponer que si no se había manifestado ningún síntoma de enfermedad era porque no padecías nada contagioso. El departamento de prisiones de entonces se ahorraba un dineral con aquella pequeña cuarentena fácil y económica.

Por aquel entonces yo formaba parte de un grupo músico-vocal del underground madrileño nacido a partir de Castañuela 70, que era extraordinariamente popular en todo el País Vasco y Navarra. Nos llamábamos «Desde Santurce a Bilbao Blues Band» -sí, los de adelante hombre del seiscientos, la carretera general es tuya- y en Euskadi todo el mundo pensaba que éramos vascos y nos reclamaban continuamente de discotecas y salas de fiesta.

Pero la verdad es que también recorríamos España durante todo el año, dando conciertos en pueblos y ciudades. Entre concierto y concierto, que solían ser los fines de semana, ensayábamos en los locales de ‘Papi’, en Barajas, un complejo laberíntico de pequeñas habitaciones con las paredes acolchadas con cajas de huevos, sin ninguna efectividad como aislantes de sonido. Si querías escucharte no tenías más remedio que ensayar con los amplificadores a tope para combatir el estruendo de los grupos que ocupaban los locales vecinos.

Allí tuve el privilegio de coincidir con las estrellas más destacadas del rock madrileño más vanguardista del momento, que luego han hecho historia.

En el local contiguo al nuestro, por ejemplo, ensayaban Las Grecas, que llevaban un grupo fabuloso, no es cierto lo que dice Google de que las hermanas Muñoz Barrull, Carmela y Tina, no tuvieran un grupo fijo dando a entender que cada día las acompañaban músicos diferentes.

Al menos no en aquellos años, 1974 y 75, Las Grecas ensayaban prácticamente todos los días en ‘Papi’ con los mismos músicos. Sus directos tenían un sonido original muy rockero y muy flamenco pero también muy compacto, y ese sonido tan personal en directo no se conseguía con músicos de ocasión.

En los locales de un poco más allá hacían sus primeras armas en el heavy-metal  Rosendo, José Carlos Molina, Juan Márquez y los hermanos Castro, Armando y Carlos, entre otros que lamento no recordar en este momento, con sus grupos, entonces en sus inicios y hoy leyendas del rock español, como Kafru, Leño, Ñu y Coz y luego los históricos Barón Rojo. Todos ellos son hoy leyendas.

La Santurce, como se nos conocía en el mundillo, fuimos la atracción de los Sanfermines de 1974, que fueron bastante especiales, porque el 20 de diciembre del año anterior ETA había asesinado al jefe de gobierno, el almirante Luis Carrero Blanco, en un atentado espectacular en la calle Claudio Coello, de Madrid.

Por aquel entonces los miembros de La Santurce ya habíamos sido desterrados de ocho provincias españolas por decreto gubernativo. Que yo recuerde, La Coruña, Asturias, Santander, Alicante y Sevilla, entre ellas. Habíamos provocado cierres ruinosos de salas de fiestas como La Belle Époque, de Santander, y broncas espectaculares como en el Club Marítimo de Gijón o en una sala de baile de Miranda de Ebro, donde acabamos tocando y esquivando al mismo tiempo las botellas de cerveza que volaban hacia el escenario en busca de nuestras cabezas.

Pero la mayor parte de nuestros conciertos eran éxitos rotundos, con salas llenas y públicos entregados, como en Valencia, en el Teatro Micalet y en la discoteca Studio.

Quiso el destino y nuestro agente en Bilbao, «Espectáculos Norte», que la noche en que murió por fin el dictador, tuviéramos actuación contratada en la discoteca Ku de San Sebastián, la original y genuina Ku, anterior a la de Ibiza.

La policía política estaba histérica, porque no tenían ni idea de lo que podía pasar en una noche tan comorometida. Lo demás, el asalto policial a la discoteca y nuestra traumática detención e inmediato encarcelamiento, vino rodado.

Aquella madrugada, ya en prisión, me despertaron unos golpes en las puertas de las celdas que primero escuché lejanos, como al principio de la galería, y luego se fueron acercando hasta mi celda, pum-pum-pum, para después perderse poco a poco hasta desaparecer.

Nadie abrió ninguna puerta, nadie contestó a los golpes, nadie preguntó, pero todos sabíamos lo que significaba el aviso, porque era un aviso. El cabo de la galería -el preso de confianza- nos comunicó de esa forma tan discreta la noticia que toda España esperaba desde hacía días.

A la mañana siguiente llegó el desayuno, un café con leche aguado y dos galletas. El desayuno para los internos de las celdas de aislamiento lo repartían dos presos que transportaban un enorme perolo de café con algo de leche y las galletas. Iban acompañados de un funcionario de prisiones. Aquella mañana llevaba un brazalete negro de luto en el brazo izquierdo. Confirmado, Franco había muerto. Ya era oficial.

De esa forma me enteré yo de la muerte de aquel Caudillo que parecía eterno y que hoy debería ser sólo un mal recuerdo pero resulta que su figura está en auge por las torpezas de unos y otros.

Cuando a los dos días bajamos por primera vez al patio Emilio Souto, guitarra y voz, Álvaro Ibernia, bajo, voz y maestro de ceremonias, Víctor Cuenca, piano y yo, guitarra solista y voz, fuimos recibidos jubilosamente por la comuna de presos políticos.

También había sido detenido y encarcelado con nosotros el pinchadiscos de la discoteca, ignoro por completo el motivo, como no fuera que la Brigada Político-Social de Guipúzcoa había decidido arrasar.

Hay que entender que la fecha era crítica y que si los «sociales», como eran conocidos en aquel entonces los miembros de la policía política franquista, vivían en el País Vasco en tensión constante, aquella noche debían estar todos prácticamente con los nervios de punta, preguntándose qué iba a pasar a continuación.

Como en el resto de España, pero con el agravante de que en Guipúzcoa, Vizcaya y Álava había que incluir la variante ETA. El año anterior, durante la revolución de Abril en Portugal, la revolución de los claveles, los portugueses habían tomado al asalto las oficinas de la portuguesa PIDE (Polícia Internacional e de Defesa do Estado), la siniestra policía política de la dictadura salazarista portuguesa, y entraba dentro de las previsiones del aparato de seguridad franquista la posibilidad de un asalto a los centros de la represión política, especialmente en el País Vasco.

En prisión no se permitía almacenar vino ni bebidas alcohólicas, por eso nuestra celebración del fallecimiento del hasta entonces jefe del Estado se tuvo que limitar a café y puro después de cada comida para todo aquel que lo deseara, durante toda la semana. Los cigarros puros eran Montecristo, el café era mucho mejor que el oficial de la prisión y las comidas y cenas eran espectaculares.

Y no era para menos. La despensa de la comuna de políticos consistía en tres celdas llenas a rebosar de todo tipo de género, clasificadas como, una, la de los jamones, chorizos, cintas de lomo, salchichones y todo tipo de embutidos, el día que me la enseñaron había como poco cinco o seis jamones colgados del techo. Al lado estaba la celda de ultramarinos, dulces, galletas, pastas, chocolates, etcétera, también con las baldas a rebosar. Y por último, en la tercera celda-despensa, estaban las comidas calientes del día, llegadas voluntariamente desde las peñas culinarias y las cuadrillas de todo el País Vasco. Eran ollas, cazuelas y bandejas, enormes como de hotel o de intendencia militar, llenas de guisos de la cocina popular vasca, bacalao al pil-pil, pimientos a la riojana, alubias con morcilla, marmitako, de todo, que traían puntualmente, para que no hubiera que calentarlas, desde los restaurantes en que se habían elaborado.

Ni qué decir tiene que, con la excepción de un chico de la ORT que estaba en prisión provisional por talar árboles del bulevar de San Sebastián con una motosierra para hacer barricadas, la totalidad de los integrantes de la comuna de presos políticos de Martutene en aquellos días eran todos militantes de ETA.

(Continuará)


Avatar de José Luis del Campo
PORCIERTO
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.